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¿POR DÓNDE SE NOS CUELA EL PODER? (1ª parte)




Queridos Amigos:

El Poder se anticipa siempre. Nos conoce. Nuestra mente es su laboratorio y el corazón su parque de atracciones; ellos marcan la temperatura del espíritu jugando con el desconocimiento. Si no tapiamos los huecos de nuestra personalidad, si no apostamos centinelas en las rendijas por donde deslizan su veneno, terminarán terminándonos.

No. No hablaremos ahora de lo muy hablado; no es el tema la falta de trabajo o el miedo en general sino de la mente. Si el pensamiento débil es fuente de servidumbre, no lo es menos pensar sin analizar la fuente de esos pensamientos. La mente se asemeja más a un ente biológico entrenado para la supervivencia colectiva de una especie depredadora, débil y dependiente, que un ordenador aséptico y artificial abandonado en la Tierra por una especie alienígena. De forma que siempre habrá una minoría mamífera que se haga fuerte con la mayoría débil, sin agradecer nunca la desgracia por la que viven mientras otros mueren.

El sesgo cognitivo es un fenómeno involuntario de nuestra mente que impide que procesemos bien la información, condicionando nuestra interpretación de la realidad. Por ejemplo, al Poder le fascina el efecto Bandwagon (efecto de arrastre) por el cual tendemos a hacer o creer algo solo porque otros lo hacen o creen: ¿no explica esto nuestra excesiva obediencia y nuestra docilidad frente al abuso? Es tan fuerte este defecto que tiene un hermano gemelo en el efecto espectador que evita que atendamos las emergencias si hay más testigos cerca. ¿Qué tal la ilusión de control que nos hace creer que tenemos más capacidad para influir en resultados que se nos escapan, y que tan útil es a los democratofílicos que al votar se mejora algo? ¿Y el sesgo de atención por el cual atendemos más a lo emocionalmente relevante que al pensamiento fundamentado? De aquí proviene el sesgo de confirmación, favorito de una soberbia que favorece aquellas hipótesis que confirmen las nuestras sin importar su veracidad. También está el sesgo de información, vanidad de lo vano, que nos hace creer que un exceso de aquélla dará seso a nuestras querellas. Por desgracia del sesgo de punto ciego, unos nos creemos menos memos que otros. La percepción selectiva ayuda a que nuestros afectos afecten a nuestros conceptos. No está en desuso el abuso del sesgo de simetría, por el cual tendemos a elegir mejor entre dos partidos que entre cinco gracias al añadido efecto de polarización. El efecto del falso consenso nos seduce con la ilusión de que muchos comparten nuestras creencias, como lo hace el efecto foco por el cual apuntamos a una preferencia personal, para gusto del Poder que la cocina. La defensa del status conseguirá que ante el árbol que cae por el hacha, cada macaco se aferre solo a su rama. Esta perspicacia es colega de la negación de la probabilidad, que bajo el sesgo del temor nos hará rehusar ciertas premisas, y melliza del prejuicio de omisión que hará que optemos por la pereza antes que enfrentarnos a la fiereza de un perjuicio, para disfrute del que tala nuestro árbol. La tendencia de riesgo cero traerá el desvelo por nuestra rama mientras el árbol cae, pero gracias al efecto de Von Restorff podremos gozar de la queja mientras caemos, y también no simpatizaremos con aquel macaco que pertenezca a nuestra rama por beneficio del efecto Keinshorm.

La teoría de la identidad social avivará la necedad, favoreciendo a nuestro grupo más allá de la argumentación que lo justifica: el racismo, el nacionalismo: la ilusión del elegido y la ilusión de verdad que genera la ilusión de ser escogido; mientras el sesgo de obediencia a la autoridad entrega nuestra libertad a un caudillo de cariz fascinante e ideas cambiantes, que mime mientras fascine y esclavice mientras cautive.

No hay novedad en recordar el sesgo del Poder corrupto que afecta a los poderosos sin afectos, cuando la libertad del poder les da potestad para corromper(se). Pero nos recordaremos que no seremos menos culpables que ellos si, bajo el estrés que sufrían los voluntarios en el experimento de la cárcel de Stanford, divididos en agentes y prisioneros, aquéllos interiorizaron el poder hostigando a éstos con abusos sin mesura; o como en el experimento de Milgram que, bajo la presión de la autoridad, los sujetos fueron capaces de infligir dolor a desconocidos que no les habían dañado. Esta atrocidad inolvidable conforma el sesgo de la responsabilidad externa que cede nuestra responsabilidad a otros, y cuya expresión más deforme es el síndrome de Estocolmo, meta ideal del Poder, estado perfecto para un Estado interfecto donde los esclavos construyan felices torturas por amor a sus amos.